¿Éxito o fracaso? ¿Cómo cambiar el resultado?

¿Éxito o fracaso? ¿Cómo cambiar el resultado?

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Hace décadas, el finado Herbert W. Armstrong escribió lo siguiente:

¿Se ocurrido a usted pensar que debe haber una razón por la cual mucha gente no tiene éxito en la vida? No sólo fracasan hombres y mujeres de negocios, fracasan también esposas y madres.

¿Se encuentra usted entre aquellos que luchan con el problema de cubrir sus gastos con lo que ganan? Casi todos tenemos esa lucha. Este problema no debe ser motivo de fracaso, sin embargo, a menudo nos conduce a ello.

Es un hecho que la inmensa mayoría de las personas terminan en el fracaso. No obstante, ¡nadie debe fracasar! Analicemos las realidades de este mundo.

¿Es esto acaso el éxito?

En los Estados Unidos cada dos minutos alguien intenta suicidarse, y diariamente cerca de 70 personas tienen éxito en sus intentos. Pero, ¿es esto el verdadero éxito? La Organización Mundial de la Salud calcula que en el globo terrestre aproximadamente 1.000 personas cometen suicidio diariamente.

Los suicidios sobrepasan a los asesinatos. Actualmente existen sociedades para la prevención del suicidio. Muy pocos entienden que la verdadera causa de este fenómeno es el FRACASO individual.

Aunque sólo una minoría recurren a ese extremo, la inmensa mayoría terminan sus vidas en el fracaso.

Una gran parte del mundo pasa actualmente por un período de «prosperidad». Sin embargo, aun en los países industrializados los negocios están fracasando a un ritmo aterrador. Alrededor del mundo se observa el alarmante incremento del fracaso.

Cada día millones de personas permiten que el insidioso cáncer del fracaso los esclavice a una vida de circunstancias desagradables, de las que únicamente la muerte les librará.

Mas, ¿POR QUÉ ha de ser así?

¿Por qué son tan pocos los que realmente alcanzan el éxito en la vida? ¿Es cuestión de oportunidad? ¿Es un capricho del destino? ¿Podría ser la suerte? ¿O acaso hay razones definidas?

¿Por qué tantas personas, al llegar a los 60 ó 65 años de edad, tienen que depender de otras? ¿Por qué son necesarias las pensiones para los ancianos, beneficencias públicas, instituciones de caridad para el sostenimiento de los desamparados que no están ni lisiados ni incapacitados? ¿Por qué tantas

personas tienen que sostener a sus ancianos padres, cuando debe ser todo lo contrario?

¡Le voy a explicar por qué!

Existen causas específicas. Hay siete leyes básicas que rigen el éxito. ¡Ya es tiempo de que la gente las conozca y ponga fin a tan lamentable e innecesaria tragedia!

Encontremos la respuesta

Cuando yo tenía 23 años, formaba parte del cuerpo de redactores de una revista nacional. Me enviaban por todo Estados Unidos; solía visitar 10 ó 15 estados en cada viaje. Mi trabajo consistía en investigar la situación de los negocios y proponer soluciones dignas de llevarse a cabo. Entrevistaba a hombres de negocios y funcionarios de las cámaras de comercio. Analizaba con comerciantes y fabricantes sus problemas, y exploraba los métodos e ideas que, habiendo sido aplicados con éxito en promociones de ventas y relaciones públicas, habían reducido los costos y aumentado la productividad, lo cual se traducía en mayores ganancias.

Una de las cosas que me asignaron fue investigar la razón por la cual unos pocos triunfaban y la gran mayoría fracasaban. (Se calculaba que el 95 por ciento de los pequeños comercios independientes se encaminaban hacia la bancarrota.)

En aquel entonces nos preocupábamos únicamente por el éxito o el fracaso de los hombres, pero naturalmente las mismas leyes se aplican a las mujeres también.

Pedía la opinión de centenares de comerciantes. La mayoría pensaban que el éxito era tan sólo el resultado de una habilidad superior y que el fracaso se debía simplemente a la falta de ella. Pero según esta opinión, la mayoría estaba destinada irremediablemente al fracaso desde su nacimiento. Si el hombre carecía de esa habilidad, estaba condenado a fracasar, a pesar de lo que hiciera para evitarlo. Yo no estaba de acuerdo con esa idea, y más tarde comprobé que era falsa.

El director del gran almacén J. L. Hudson de la ciudad de Detroit, Michigan, EE.UU., creía que el fracaso era el resultado general de la falta de capital adecuado. Una minoría de los que entrevisté estaban de acuerdo con él, pues este concepto hacía al dinero, y no al hombre, responsable del éxito o del fracaso.

De hecho, la investigación demostró que estos eran factores contribuyentes, pero solamente eso. Descubría que un factor mucho más común era que los talentos y las aptitudes de muchos individuos no correspondían a la carrera que habían escogido. Me convencí de que la mayoría, de haber conocido estas siete leyes, podrían haber triunfado en la actividad más adecuada a su talento.

Estas pesquisas para indagar las razones del éxito y del fracaso me intrigaban y no terminaron con estos viajes, pues el análisis y la observación de este problema lo he continuado a lo largo de los años.

Ahora sé con certeza que ¡ningún ser humano tiene por qué fracasar!

Los fracasos no son predeterminados y el éxito no viene por casualidad, sino que está regido por siete leyes especificas. Si usted las conoce y las aplica, puede estar seguro de tener el feliz resultado de alcanzar éxito en sus empresas.

Todo ser humano fue puesto en la tierra para un propósito. Cada persona fue puesta aquí para tener éxito. Cada individuo debe disfrutar los goces de la prosperidad, la paz y la felicidad; debe vivir una vida interesante, segura y abundante. Y a fin de que a todos les fuera posible cosechar abundantes recompensas, si así lo desearan, el Creador puso en vigor leyes definidas para producir ese resultado tan anhelado por el hombre.

Pero lo trágico es que a lo largo de los siglos y milenios el hombre ha despreciado esas leyes, ¡esas causas que producen exactamente el éxito que tanto anhela! Hace mucho que el mundo las rechazó y las olvidó, y actualmente la mayoría no sabe en qué consisten, de manera que ¡no han seguido ni una sola de las siete leyes básicas del éxito!

Preguntamos con toda sinceridad: ¿No es en verdad apremiante esta situación? ¡Es en realidad la tragedia colosal de toda la historia!

¡No puede comprarse!

Si alguna autoridad reconocida tuviera en venta una idea que garantizara la prosperidad y el éxito para todos aquellos que la practicaran, seguramente la gente acudiría en tropel a comprarla.

Hubo un hombre que tuvo tal idea. Se trataba de una especie de religión pseudopsicológica, y su autor les prometía a sus seguidores prosperidad y riqueza…

de la manera más fácil, por supuesto. Propalaba que eso le había dado la riqueza que poseía y hacía gala de su magnífica residencia y de sus lujosas posesiones.

La deducción era que ese plan haría ricos a quienes lo adquirieran, pero este hombre tuvo cuidado de no mencionar que su riqueza se debía precisamente a los incautos que habían comprado su falso plan.

Este individuo dio con una frase contagiosa para encabezar sus anuncios en diversas revistas y periódicos, la cual usó durante muchos años con gran éxito, pero que acabó por fastidiar. El «éxito» de aquel charlatán no fue real ni duradero y él mismo acabó siendo un fracaso colosal.

El único camino hacia el éxito no es aquel que se vende como mercancía, pues no puede comprarse con dinero. Ese camino se le muestra a usted gratuitamente, sin dinero y sin precio. Hay, sin embargo, un costo: su diligente aplicación de estas siete leyes definidas. No se garantiza que sea la forma más fácil, pero sí que es la única que lleva al éxito verdadero.

Un caso especifico

Sucedió que precisamente la mañana en que redacté el manuscrito original de este folleto, leí en un periódico londinense el obituario de Clark Gable, célebre actor del cine norteamericano. Considero que el mundo lo vio como un hombre muy afortunado. Sin embargo, ¿en verdad lo fue?

¿Qué es el éxito en realidad? ¿Y cómo puede obtenerlo la gente cuando son tan pocos los que saben en qué consiste? Muchas cosas me llamaron la atención al leer el obituario de esta estrella del cine, ya que estaba enfocando mis pensamientos en el tema del éxito.

En la primera plana de aquel diario Clark Gable era proclamado como el rey del cine. Se le describía como «el héroe romántico de 90 películas». Se contaba entre las 10 estrellas del cine que más dinero ganaron en esa época, y las grandes estrellas del cine tienen entradas fabulosas. «Él fue uno de los pocos ídolos que se mantuvieron en primer lugar por tanto tiempo», decía el obituario.

Pero, ¿es eso ÉXITO?

Una de las cosas mas «fascinantes» que se decían acerca de su vida, era que se había casado ¡cinco veces! ¿Podríamos considerar a un hombre con por lo menos tres matrimonios fracasados (una de sus esposas murió en un accidente de aviación) como una persona de éxito? El obituario continuaba diciendo que él cultivaba «el frunce de las cejas, el conocido entrecejo, los ojos a medio cerrar y su mirada socarrona».Todo eso no era natural; él lo había desarrollado deliberada mente para cautivar a las mujeres. «Clark Gable», terminaba el obituario, «había cultivado todo esto para las muchachas durante casi todo su reinado romántico». Podría decirse que era su «marca de fábrica», y así lo consideraba él, pues decía: «Para mí, este es un negocio y siempre lo ha sido». Era simplemente su forma de ganarse la vida.

Hombres ricos que he conocido

Desde los 18 años en los Estados Unidos y durante la edad madura por todo el mundo, he tenido estrecha amistad y contacto frecuente con individuos considerados como hombres de éxito. He leído muchos libros y artículos escritos por esas personas, así como biografías y autobiografías de grandes hombres y de los casi grandes, en donde dan a conocer sus filosofías y experiencias. Sé cómo piensan y cómo actúan estos dirigentes y qué principios y preceptos siguen.

Un factor ha caracterizado a casi todos estos hombres: Todos ganaron mucho dinero y adquirieron abundantes bienes materiales. Muchos presidían grandes compañías y eran considerados como personas muy importantes.

Es significativo que la mayoría de estos hombres observaron seis de las siete leyes del éxito. ¡Este hecho es tremendamente importante!

Uno de ellos fue el presidente de una gran compañía de automóviles durante la época en que yo era un joven subsecretario de la Cámara de Comercio de esa ciudad. Él llegó a ser muy rico y era reconocido mundialmente como un hombre importante. Llegó al pináculo de su profesión, pero en la breve depresión de 1920 su compañía pasó a otras manos y él perdió todos sus bienes. Acabó por suicidarse. A fin de cuentas, ¿tuvo éxito aquel señor? Practicó cinco de las leyes del éxito, pero descuidó la séptima y también la sexta.

También fui amigo de dos grandes banqueros. Uno de ellos, Arthur Reynolds, a quien conocí más íntimamente, era presidente del banco que en ese tiempo se consideraba como el segundo en importancia en los Estados Unidos.

Conocí al Sr. Reynolds cuando presidía un banco de mi ciudad natal. Más tarde, cuando yo era un ambicioso y próspero joven publicista en Chicago, a menudo lo visitaba para pedirle su consejo. El siempre se mostró interesado y servicial y yo siempre acaté su sabio consejo. El Sr. Reynolds alcanzó reconocimiento nacional y fama mundial.

Unos 35 años más tarde, entré a aquel gran banco y le pregunté a uno de sus muchos vicepresidentes si sabía a dónde se había trasladado el Sr. Reynolds y dónde había muerto. (Había oído rumores de que se había jubilado y mudado a la ciudad de Pasadena, California, y que allí había muerto.) El vicepresidente a quien pregunté nunca había oído hablar del Sr. Reynolds.

“¿Quién fue él?” me preguntó.

Después preguntó a otros y ninguno recordaba al Sr. Reynolds. Finalmente el secretario de Relaciones Públicas envió a alguien a la biblioteca del banco, de donde trajo un recorte de periódico. Parecía que esto era el único registro que el banco tenía de su antiguo presidente quien, junto con su hermano, había sido el artífice principal de la magnitud e importancia alcanzadas por esa institución bancaria. El recorte era de un periódico de San Mateo, California, en el cual se notificaba su muerte acaecida en ese suburbio de San Francisco.

Después de leerlo, se lo devolví. “Seguramente usted querrá conservarlo” le dije -. Debe ser de gran valor para el banco. “No” me respondió”. Si usted conoció al Sr. Reynolds, puede quedarse con el recorte.

En esa forma obtuve de ese gran banco quizá lo único que quedaba de la memoria del más importante de sus presidentes. Su «éxito» no fue duradero y ya nadie se acordaba de él.

Durante su vida activa, el Sr. Reynolds aplicó las seis primeras leyes del éxito. Sin embargo, cualquier éxito que él haya logrado fue pasajero. Aunque acumuló dinero, contó con una buena porción de acciones bancarias, poseyó una magnífica residencia y fue considerado como un hombre importante mientras vivía, ¡todo su «éxito» murió con él!

El otro gran banquero fue John McHugh. Lo conocí cuando era presidente de un banco en una ciudad del interior del país. En 1920 tuve una interesante conversación con él durante la convención de la Asociación Americana de Banqueros. Para ese entonces él ya era presidente de un banco bien conocido de Nueva York. Poco después, la unión de varios bancos neoyorquinos lo colocó en una posición dos veces mayor que la del presidente del banco más grande del mundo en aquella época. Sin embargo, 36 años después, cuando pregunté por él en ese banco, la respuesta fue la misma: «¿Quién fue? Nunca hemos oído hablar de él». Su «éxito» no le sobrevivió.

Hay, sin embargo, un éxito que ¡perdura!

Otro caso de «éxito»

He tenido el privilegio de conocer a muchos de los grandes hombres y de los casi grandes, especialmente del medio financiero. He tenido trato con capitalistas multimillonarios, jefes ejecutivos de grandes compañías, ministros de gobierno, autores, artistas, conferencistas y rectores de universidades.

Para la mayoría de ellos, el éxito significaba la adquisición de dinero y bienes materiales, así como el ser reconocidos como gente importante.

Uno de los personajes importantes que conocí fue Elbert Hubbard, filósofo, escritor prolífico, editor, conferencista y conocido como un hombre sabio. «El Fray», como él mismo se tildaba algunas veces, se hizo famoso. Usaba una cabellera semilarga, bajo un sombrero grande y un corbatón. Se decía quecontaba con medio millón de dólares; hoy esa cantidad equivaldría a varios millones. Publicaba dos revistas: El Filisteo y El Fray, las cuales casi llenaba con escritos propios. Se jactaba de poseer el vocabulario más extenso desde el tiempo de Shakespeare. Publicó Una Biblia Americana que escandalizó a muchos religiosos, aunque él les explicó que la palabra «biblia» simplemente significa «libro», sin implicar necesariamente escritos sagrados, a menos que fuera precedida de la palabra «santa». Su «biblia» consistía en composiciones selectas escogidas por él, entre las cuales se encontraban escritos de varios escritores norteamericanos influyentes… ¡incluso Hubbard, por supuesto! Casi la mitad del libro contenía sus propias obras y el resto era una colección de las de otros escritores.

Hubbard no era víctima de complejos de inferioridad, y la filosofía que predicaba era positivista. Poseía una perspicacia y una sabiduría singulares para las cosas puramente materiales, además de una comprensión profunda de la naturaleza humana.

Sabía que los hombres «importantes» codiciaban la lisonja, tanto como los actores el aplauso. Una gran parte de su fortuna la había ganado escribiendo una serie casi interminable de folletos bajo el título de Pequeños viajes a las casas de los grandes y los casi grandes. Eran impresos en un estilo único en su propia imprenta. Gran número de norteamericanos ricos y famosos le pagaban enormes sumas para que los ensalzara en su inimitable estilo literario.

Una información interesante sobre el concepto que el Sr. Hubbard tenía del éxito, le salió espontáneamente un domingo en la tarde mientras charlábamos en su hospedería en la ciudad de Aurora Oriental, Nueva York.

“Una vez le pregunté a un ministro unitario” le dije al Sr. Hubbard, “si había podido por fin determinar cuáles son realmente las creencias religiosas que usted profesa, si es que profesa algunas”. «El Fray Elberto» se interesó al momento. “¿Y qué le contestó?” me preguntó curioso.

“Me dijo que no estaba seguro, pero que cualquiera que fuera la religión de usted, sospechaba que tenía su origen en su billetera y su cuenta bancaria” le contesté. El Sr. Hubbard no lo negó, sino que carcajeándose me dijo: “Y bien que me salgo con la mía, ¿no es cierto?”

¿Tuvo éxito el Sr. Hubbard? De acuerdo con las normas humanas, creo que lo tuvo. Él conocía y aplicaba seis de las siete leyes del éxito. Era industrioso, trabajaba con afán y cosechó abundantes «frutos»: dinero, popularidad, aclamación. Sin embargo, él y su esposa se fueron al fondo del mar cuando un submarino alemán hundió al trasatlántico Lusitania en el que viajaban.

La fama del Sr. Hubbard no fue duradera, pues hoy es prácticamente desconocido. Él conocía los valores materiales, pero su agnosticismo le cerró la puerta del camino que le hubiera conducido a la comprensión de los valores espirituales. Él nunca entendió el verdadero PROPÓSITO de la vida. No estaba seguro si en efecto existía un Creador. Estaba convencido de que la «cristiandad», en la forma en que el mundo la conceptúa, era una superstición irrazonable.

Ignoraba la RAZÓN por la cual la humanidad había sido puesta sobre la tierra… o si había surgido por azar. Ignoraba también el destino potencial del hombre. No tenía conocimiento de la séptima ley del éxito. Y como no conocía ni aplicaba esta ley, se impulsaba fuertemente, mediante la aplicación concienzuda de las primeras seis, ¡en la dirección diametralmente contraria a la que lleva al verdadero éxito!

Nunca hallaron satisfacción. ¿Cuál fue el verdadero significado de la vida para estos hombres de «éxito»?

El objetivo de su vida, su definición del éxito, consistía en la adquisición de bienes materiales, en el reconocimiento de su importancia por la sociedad y en el estímulo pasajero de los cinco sentidos.

Pero entre más adquirían, más ambicionaban… y menos satisfechos quedaban con lo que tenían. Lo que adquirían nunca era suficiente.

Algunos de los hombres de «éxito» en el mundo hacen que sus fotografías aparezcan en la primera plana de los periódicos metropolitanos y en la portada de revistas famosas. Esto envanece y excita temporalmente al ego, mas nunca satisface a largo plazo. ¡No hay nada que el público olvide tan rápidamente como las noticias de ayer!

Algunos piensan que la felicidad de los hombres consiste en tener muchas mujeres, aunque sea una tras otra en lugar de tenerlas en un harén. Pero esto es una experiencia corrosiva, y esos hombres nunca conocen los gozos de la bendición matrimonial con una sola mujer, siempre fieles el uno al otro.

Muchos hombres buscan la lisonja de otros, aun cuando se la tengan que «comprar» elogiándolos a sus semejantes. Pero como el aplauso que se prodiga al actor, eso no perdura y los deja abrumados, ¡con una inmensa sed de algo que satisfaga! Por consiguiente, quedan descontentos e inquietos. Aunque sus cuentas bancarias estén repletas, sus vidas están vacías. Lo que adquieren nunca es suficiente ni les satisface. Además, ¡todo lo dejan atrás cuando mueren!

¿En dónde está el mal? Tales hombres se fijaron metas equivocadas. No habían discernido los verdaderos valores, de manera que iban en pos de los falsos. ¿No es hora, pues, de aprender la verdadera definición del ÉXITO?

No todo triunfo es éxito

Tal vez el mejor ejemplo de todos es el de aquel antiguo rey que se afanó mucho y obtuvo fabulosas riquezas. Probó de todos los placeres para ver si proporcionaban felicidad.

Este rey se dijo a sí mismo: «Ven ahora, te probaré con alegría, y gozarás de bienes» (Eclesiastés 2:1).

Al describir su experimento, escribió: «Propuse en mi corazón agasajar mi carne con vino, y que anduviese mi corazón en sabiduría, con retención de la necedad, hasta ver cuál fuese el bien… » (versículo 3).

Aquel rey, cuando era joven, trató realmente de disfrutar de la vida, y contaba con los medios para hacerlo. Fue uno de los hombres más ricos que jamás hayan existido, con todos los recursos de una nación a su alcance. Si no contaba con suficiente dinero para el logro de alguno de sus proyectos, simplemente subía los impuestos.

Así que, al continuar con su experimento para encontrar la felicidad y el éxito, escribió: «Engrandecía mis obras [estupendas obras y proyectos nacionales], edifiqué para mí casas, planté para mí viñas; me hice huertos y jardines, y planté en ellos árboles de todo fruto. Me hice estanques de aguas, para regar de ellos el bosque donde crecían los árboles. Compré siervos y siervas, y tuve siervos nacidos en casa; también tuve posesión grande de vacas y de ovejas, más que todos los que fueron antes de mí en Jerusalén. Me amontoné también plata y oro, y tesoros preciados de reyes y de provincias; me hice de cantores y cantoras, de los deleites de los hijos de los hombres, y de toda clase de instrumentos de música. Y fui engrandecido y aumentado más que todos los que fueron antes de mí… No negué a mis ojos ninguna cosa que desearan, ni aparté mi corazón de placer alguno, porque mi corazón gozó de todo mi trabajo: y esta fue mi parte de toda mi faena» (Eclesiastés 2:4-10).

Luego concluyó: «Miré yo luego todas las obras que habían hecho mis manos, y el trabajo que tomé para hacerlas; y he aquí, todo era VANIDAD y aflicción de espíritu, y sin provecho debajo del sol» (versículo 11).

«Vanidad de vanidades, todo es vanidad», escribió este rey al final de su vida de experimentación (Eclesiastés 1:2). Todo aquello era una lucha continua… ¿tras de qué? Tras de nada, todo era «trabajar en vano», concluyó (Eclesiastés 5:16). Todo lo que le trajo una vida de afanoso trabajo, dedicación vigorosa y obtención de bienes materiales, confesó aquel rey, no fue más que ¡un puñado de aire!

A este hombre se le llamó el más sabio que jamás haya vivido. Fue el rey Salomón de la antigua Israel. A pesar de sus costosos experimentos, él nunca halló los verdaderos valores ni el significado del éxito perdurable y legítimo.

¿A qué se debió esto? Simplemente a que, con toda su sabiduría, este hombre buscó el placer, la felicidad y el éxito a su manera: en el materialismo. En el principio, el Eterno Creador diseñó y puso en vigor leyes vivientes con el fin de producir felicidad, vida abundante y gozo sano y continuo para todos los humanos que las acataran. Estas son las siete grandes leyes del éxito. El rey Salomón, como casi todos los hombres «prósperos» del mundo, aplicó tesoneramente las seis primeras, pero al no tener en cuenta la séptima, se dirigió por el camino equivocado. Entre más se afanó, más lejos llegó, pero en dirección opuesta del éxito perdurable y verdadero.

Él conocía esta séptima ley, pero «hizo Salomón lo malo ante los ojos del Eterno… » Él no obedeció lo que le mandó su Hacedor. «Y dijo el Eterno a Salomón: Por cuanto ha habido esto en ti, y no has guardado mi pacto y mis estatutos que yo te mandé, romperé de ti el reino» (I Reyes 11:6-11).

Consideremos ahora las experiencias de un rey moderno. Éste era amigo íntimo de otro monarca, el ex rey Saud de Arabia, a quien he sido presentado personalmente. Hace tiempo los periódicos publicaron la noticia de la repentina riqueza que le llegó al emir Alí de Qatar.

Qatar es una península de la costa de Arabia, en el golfo Pérsico.

Repentinamente le llegó al pequeño país un gran auge petrolero que le producía a este emirato de 35.000 habitantes, 50 millones de dólares anuales, de los cuales 12 millones y medio iban directamente al Emir.

¿Qué haría usted si de repente recibiera una renta de 12.500.000 de dólares al año?

¡Probablemente no haría lo que piensa que haría! Tal cantidad de dinero, llegada repentinamente, cambiaría radicalmente las ideas de uno. Eso fue lo que pasó con el emir Alí.

Inmediatamente empezó a construirse ostentosos palacios rosados, verdes y dorados en medio de las chozas de adobe en las que vivían los habitantes de su país. Sus palacios eran ultramodernos, con aire acondicionado y aun con cortinas controladas por botones. Así el nuevo rico podía preservarse de los ardientes 50 grados del desierto.

Alquilaba aviones para llevar consigo un séquito tan numeroso que su villa palaciega en el lago de Ginebra era insuficiente para alojarlo. Tenía que buscaracomodo en varios hoteles del lugar.

Después el Emir se autorregaló una magnífica mansión de un millón de dólares, desde la cual podía disfrutar de un panorama espectacular de la ciudad de Beirut, Líbano, y el hermoso Mediterráneo. Cuando el rey Saud le hizo una visita real, él le obsequió 16 automóviles, uno de ellos con incrustaciones de oro.

El viejo emir Alí se volvió tan generoso con sus propios caprichos, que pronto sus deudas llegaron a los 14 millones de dólares, ¡sobrepasando a sus fabulosas entradas!

Alrededor del mundo se difundió la noticia de que Alí simplemente no podía cubrir sus gastos con sólo 12 millones y medio de dólares al año. El primero de noviembre de 1.960 abdicó en favor de su hijo Ahmed, de 40 años de edad. Un nuevo consejo consultivo convino en pagar las deudas del viejo Alí y concederle una pensión que le permitiera sostener un puñado de sirvientes y unas cuantas esposas.

¡Pobre Alí! Le fue más difícil sufragar sus gastos con 12 millones y medio de dólares anuales, que cuando estaba en relativa pobreza.

Sus ‘siete leyes del éxito’ están incluídas en el folleto: Las Siete Leyes del Éxito.

La Continuación de la Iglesia de Dios también ha producido un sermón titulado Éxito cristiano. Aunque las “siete leyes del éxito” del finado Herbert W. Armstrong fueron usadas, un montón de escrituras fueron incluídas que ese folleto usó. Y aunque el éxito físico también fue discutido, el sermón pone más énfasis sobre el éxito espiritual, que es lo que verdaderamente es necesario para no ser un fracaso.

La gente puede cambiar si ellos están dispuestos a humillarse a sí mismos y tomar varios pasos.

Posted in Vida cristiana
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